Rodrigo Fluxá:
“No entiendo el periodismo desde las certezas”
De alguna manera, hablar del Premio Periodismo de Excelencia fue, por mucho tiempo, hablar de Fluxá. En estos 20 años, el cronista de la Universidad de Chile que firmó mayoritariamente en la revista Sábado, ha sido seleccionado 29 veces como finalista. De ellas, en nueve oportunidades resultó ganador de la categoría por la que competía, y en otras tres, sus reportajes fueron reconocidos con la máxima distinción del PPE Escrito. ¿Cómo lo hizo y cuál es su método? Aquí, quien se define como una persona que detesta dar y recibir lecciones, lo cuenta.
Por: Daniel Lillo
Fotografías: Juan Farías
En las historias que escribe e investiga nada es predecible. Si el protagonista es un subastador, la trama que cuenta es la de un moribundo que para ser recordado termina destapando el caso Penta (“El último golpe del martillero”, 2014). Si la historia es la de un comerciante que aseguró ante todo el país haber matado a 12 delincuentes, el relato deriva en la siquis de un charlatán (“El justiciero imaginario”, 2017). Y si el protagonista es un asistente de un jardín escolar que fue acusado de haber abusado una cincuentena de niños, éste resulta absuelto por la justicia (“La cruz de un Hijitus”, 2015).
Los giros, aquellos que hacen que todo sea más complejo de lo que parece, pero también una mirada descreída, hacen de Rodrigo Fluxá un periodista particular. Capaz de mirar bajo el agua y desnudar las fallas estructurales del sistema, en sus crónicas y reportajes los puntos de vista son tan diversos que hasta los perfiles de los deportistas terminan siendo un rompecabezas que el lector -sin atajos ni lugares comunes-, se ve invitado a armar y desarmar.
Siempre hay noticia pero también profundidad sobre los fenómenos que reportea y desmenuza. En “El extraño mundo de Johnny” (2011), podemos llegar a comprender cómo la figura estrella de la U. de Chile termina cometiendo un atropello que lo perseguirá el resto de su vida; en “Los últimos días de Bonvallet” (2015), el cúmulo de eventos que llevaron al polémico comentarista a quitarse la vida; y en “Erika sobreviviendo a Olivera” (2016), la razón del carácter osco de la maratonista se explica a través de la dolorosa e inaudita confesión con que rompe el silencio: por años había sido abusada por su propio padre.
“Para reportear bien hay que hacer lo que deberíamos hacer siempre; dejar de estar tan seguros de todo lo que pensamos y conversar, preguntar, entender”, dice Fluxá sobre un método que afinó durante años en la revista Sábado de El Mercurio, donde fue periodista y editor. Allí también se hizo experto en crónicas rojas que, con el tiempo, terminarían siendo libros. Sucedió con el reportaje “Los testigos claves del caso Zamudio”, el inicio de una extenuante investigación que culminó con la publicación de “Solos en la Noche”, libro que relata los pliegues de las precarias vidas de Daniel Zamudio y sus asesinos; y que, lejos de aceptar la tesis impuesta en la opinión pública, evidencia los factores multidimensionales de la violencia que terminó con la muerte del joven en 2012. O con “Usted Sabe Quién”, libro sobre el Caso Haeger. El homicidio de la dueña de casa, cuyo cadáver permaneció por 42 días en la azotea de su viudo, Jaime Anguita, puso la lupa en el sistema judicial chileno. Las negligencias de la Policía de Investigaciones y la Fiscalía, quedaron plasmadas en el texto de Fluxá.
Esa forma de reportear el crimen: consultando a tantas fuentes como la historia demande, sumergiéndose en los ambientes donde ocurren los hechos y evitando las lecciones morales, fue el sello que estampó en su paso por los medios de comunicación escritos, a los que, confiesa, difícilmente se ve ahora retornando. A cinco años de la última vez que apareció en una nominación por un trabajo escrito, Fluxá comenta que no se visualiza en un futuro escribiendo como lo hacía antes. ¿Las razones? Son variadas. La precarización y desprestigio de los medios, por una parte, pero también su nueva área de desarrollo: las series de no ficción.
—Pareciera que tiene “la fórmula” para dar con las historias que interesan y golpean al país. ¿Tiene un método para escoger un tema?
—El problema sobre “encontrar” temas sobre los que escribir es que es muy difícil sistematizarlo. Y es más difícil tratar de enseñarlo. Es como tratar de enseñarle a alguien que tenga “punto de vista”. Sí hay cosas que siempre son deseables -como que tenga novedad, que tenga un subtexto distinto a lo que estás narrando, que tengas la posibilidad de giros- , pero al final, igual una pauta que tenga todos esos elementos puede terminar mal, o una que no tenga alguno puede terminar bien. Sí es importante buscar temas reporteando en el mundo “análogo”, no porque haya algo malo con lo digital, sino porque si tú estás viendo algo que te llame la atención en redes sociales, hay otros 50 periodistas que están viendo lo mismo.
—El primer trabajo con el que fue finalista del PPE fue “La vida olímpica de un maratonista” (2008), que contaba las complicadas semanas que atravesó Roberto Echeverría previas a su participación en los Juegos Olímpicos de Beijing 2008. ¿Recuerda cómo fue realizarlo?
—Ni me acordaba de ese reportaje. En general, no leo hacia atrás, porque uno va adquiriendo herramientas y gustos siempre, y lo que uno escribió hace tanto tiempo suele dar un poco de vergüenza en la relectura. Sobre todo, cuando se escribió joven. Tenía 28 años en ese tiempo, lo que no suena joven-joven, pero para hacer los reportajes largos, lo es; uno requiere dominar bien los formatos más básicos antes de dar ese salto. Sí me acuerdo de que en terreno estuve uno o dos días para ese reportaje, muy poco para cómo trabajé después.
—En sus reportajes se percibe un Chile que en la década del 2010 estaba lejos del foco; historias de abuso, como en “Erika sobreviviendo a Olivera”; o violencia en la infancia en “El retiro de un joven pistolero” ¿Qué reflexión podría mencionar sobre esos reportajes? Considerando los años que han transcurrido.
No sé si es una reflexión, porque más bien es una obviedad; son problemas de larga data en Chile. Y en el caso de la infancia, había gente, periodistas, trabajándolos mucho antes del estallido.
—Esas historias irrumpieron en un contexto en que existía la percepción de “estabilidad” en el país, algo que cambió en gran parte con el estallido social, cuando se instaló la percepción de que todo lo que funcionaba mal en el país era muy evidente.
—Es lo que te decía. Es bueno el eslogan de que “Chile despertó”, porque implica cierta culpa por estar “durmiendo”. Yo no siento esa culpa. No voy a hacer una defensa corporativa, porque no me siento parte de ningún colectivo, pero al menos a mí -y a otros periodistas que admiro- ninguno de los temas levantados en el estallido eran una sorpresa. Eran fenómenos de larga data, muy complejos, que no se pueden encuadrar en slogans, y que veníamos reporteando hace tiempo. No creo que a Mónica González o a la Andrea Insunza, por mencionar a las mejores, les sorprendieran los temas que se levantaron en el estallido. No creo que hayan estado “dormidas”.
—¿Por qué cree que cambió tan bruscamente ese prisma con el que veíamos al país?
—Es para largo. Supera mis capacidades y conocimientos.
—En una entrevista mencionó que los delitos violentos se ven hace años, pero poco y nada sabemos de lo que sienten o viven los adolescentes que los cometen. Y hoy, la mayoría coincide en que estamos en una crisis de seguridad, sin lograr desprender los factores que inciden en ella. ¿No se tiene el interés por conocer esa parte de la problemática?
—Creo que la violencia y el crimen organizado está mal reporteado, por diversos factores. Uno lee El Faro y se da cuenta de que estamos a años luz. Estamos, además, tironeados por los dos polos al respecto: por un lado, el deseo de la gente de mano dura y que todo el mundo se vaya preso; y por el otro, una mirada condescendiente que se centra en los factores sistémicos del problema, ridiculiza el miedo genuino de la gente y tiende a ver a los que cometen los delitos como “gente a la que le fallamos como sociedad”. Obviamente, ambas miradas tienen razón y están equivocadas a la vez. Para reportearlo bien hay que hacer lo que deberíamos hacer siempre; dejar de estar tan seguros de todo lo que pensamos y conversar, preguntar, entender.
—Pero este tipo de trabajos como “El retiro de un joven pistolero” tienen cada vez menos espacio en los medios. ¿Cree que hay una falta de interés en contar o leer ese tipo de historias?
—No creo que haya falta de interés. En periodismo escrito las redacciones están funcionando al mínimo, con menos que el mínimo muchas veces, y es poco lo que se les puede exigir. Y en la mirada más global, en televisión siguen teniendo espacio, pero, según como vaya variando la temperatura ambiente, están siempre oscilando entre el polo alarmista y el polo condescendiente. Obviamente hay excepciones. Hace poco leí un trabajo de Ciper sobre el Portal Fernández Concha que se parecía más a lo que hace El Faro.
—En el caso de los reportajes “La Cruz de un Hijitus” y “El Justiciero Imaginario” se evidencia la poca rigurosidad de la prensa para tratar casos con el estándar necesario. ¿Era su intención cuestionar esa manera de cubrirlos?
—Lo primero, no: no era criticar colegas en específico. Era entender un poco más cómo trabajamos como sistema global, los riesgos que se corren cuando no tenemos un método específico de trabajo. Es, en gran parte, lo que separa a los periodistas -o debería separarnos- del resto de la gente que opina y comunica: que tenemos un método. Si te lo saltas, si no te importa, si no tienes, eres un twittero cualquiera.
—Trabajó junto a Andrew Chernin en “Las acusaciones contra Herval Abreu” y “Los pecados de Nicolás López, el director Sin Filtro” ¿Cómo fue desarrollar estos reportajes cuando aún el Poder Judicial no investigaba estos casos?
—Siempre reportear temas no judicializados es un riesgo y una responsabilidad extra, porque recae en ti ponderar todo el material que vas recogiendo. Se puede hacer, pero requiere el doble de cuidado. En esos casos, se judicializó post publicación, lo que habla bien del trabajo que hicimos. Lo segundo: fue un trabajo muy largo y desgastante el que hicimos con Andrew. A mí me llegó el dato inicial, armé el equipo para trabajarlo y lo edité y escribí, pero Andrew se llevó gran parte de la carga del trabajo en terreno; aunque yo hice entrevistas, hay gran mérito en el rastreo de él, fue un gran trabajo de reporteo. Funcionamos muy bien, con reuniones a diario como por cinco meses en total. Es como yo entiendo el trabajo de periodista/editor, lejos de la dinámica de: te encargo el texto / lo reviso cuando llegue.
—Recientemente se confirmó que López no cumpliría la pena que se le impuso en la cárcel. ¿Qué sensación le deja esto?
—Da lo mismo la sensación que nos deje a nosotros. Lamento la sensación de impunidad que quedó entre las víctimas y las denunciantes, pero los delitos se acreditaron, eso es lo importante. Trato de evitar la comodidad de basurear al sistema de justicia cuando no estoy de acuerdo con sus resultados y ensalzarlos cuando fallan según lo que yo pienso.
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Muchos de los textos de Fluxá que fueron premiados aparecen en la antología “Crónica Roja”. En el prólogo que escribe Pablo Vergara, “El país que nos golpea”, se lee: “En los textos que van a leer no hay lecciones. Al narrador no le gusta hablar de lo que ha reporteado ni cómo ha reporteado. Mejor: no le gustan las moralejas o no cree en esa obligación de explicitarlas. La mirada no es paternalista”.
—¿Cómo llegó a esa “forma” de plantear sus reportajes? ¿Fue una elección consciente de hacer periodismo o la adoptó?
—Tiene que ver con mi personalidad. Soy muy incrédulo, me cuestan las experiencias colectivas. Me carga dar lecciones, me carga la gente que da lecciones, me carga la gente adicta a la atención. No entiendo el periodismo desde las certezas y trato de ejercerlo así, pero es una batalla diaria, si nadie es un robot. Para eso está el método.
—Vergara plantea que en sus textos se leen historias del “país de las redes no sociales”. ¿Crees que esas plataformas han incidido de manera negativa en el periodismo?
—También es larguísimo. Y tampoco quiero ser un viejo boomer; da igual lo que piense de las redes sociales, trato de no ser nostálgico en estas cosas. Pueden ser -y son- una herramienta increíble, cuando se usan bien. Pero son, a nivel individual, un incentivo perverso. Si tu preocupación principal es ser “popular” o “querido”, todo lo que hagas va a buscar esos objetivos, la mayoría de las veces consciente, pero muchas, inconscientemente. Y ese ruido va afectando tu criterio periodístico, desde los temas que eliges, hasta cómo los trabajas. No creo en ese periodismo a la carta. A veces la historia que haces le gusta a la gente, te felicitan, perfecto. Otras veces, la historia misma te lleva contra esa corriente y te odian. Y perfecto también; es parte del trabajo, pero noto un pavor entre los periodistas más jóvenes a eso.
—Hoy se ha volcado más a contar esas historias en libros o traspasarlas a un lenguaje audiovisual. ¿Ese cambio responde a una lejanía con los medios o fue un tránsito natural?
Es que, por una parte, el sistema de medios en que partí trabajando colapsó completamente. Aunque no hubiese renunciado, tampoco podría haber seguido trabajando de la forma en que estaba trabajando, con tiempo, con periodistas bien pagados. Por otra, los medios están bastante desfondados en términos de representación; hay un porcentaje muy grande de la población que cree que mienten, que intrigan o que están abanderados con un sector en particular. Independiente de si tienen razón o es una visión exagerada, con el mediador así de desprestigiado, se hace difícil que se aprecie de manera justa un trabajo. Pero también tiene que ver con el formato. Partí escribiendo en una redacción de diario, de un día para otro. Después, necesité una semana. Después quise un mes. Después, escribía cada tres meses. Ahora ya difícilmente me meto en un tema por menos de tres años. Son otras necesidades.
—¿Está la posibilidad de leerlo nuevamente en medios?
—Yo creo que no.