Comenzamos con el Premio Periodismo de Excelencia (PPE) cuando en Chile apenas se empezaba a masificar el internet y las redes sociales ni siquiera entraban en escena. Palabras como influencer, youtubers o instagramers no se pronunciaban porque ni YouTube ni Instagram habían nacido. Lo más cercano a un celular inteligente era la Blackberry, el chiche de quienes estaban al día con lo último de la tecnología.
Parece que fuera la prehistoria, pero fue hace apenas 20 años, en 2003. En ese entonces, las noticias venían principalmente de los medios de comunicación tradicionales y todavía era común encontrar a ciudadanas y ciudadanos detenidos en los quioscos, leyendo titulares de periódicos y las portadas de las muchas revistas de papel couché que había por esos días. Sólo la perspectiva del tiempo nos permitiría ver en esas escenas cotidianas y aparentemente sin importancia un punto de inflexión para el oficio.
Las formas de informarnos pronto cambiarían, pero entonces, en 2003, no era una preocupación para las redacciones de prensa en Chile, cuyo foco estaba en contar las pifias del jaguar latinoamericano. Gobernaba Ricardo Lagos, Pinochet aún vivía tranquilo -aunque procesado- tras haber vuelto sonriente de Londres y la economía de los grandes inversores prosperaba más que el pueblo llano. Ese sueño de crecimiento en democracia binominal que el país exportaba a la región ya evidenciaba las múltiples grietas que de a poco irían haciendo mella en la estructura del sistema, las mismas que crecerían para convertirse en profundas fisuras que estallarían socialmente en 2019 y que se expandirían aún más con la pandemia de 2020.
En las páginas de “El mejor periodismo chileno”, el libro que recopila los textos ganadores y finalistas del PPE desde su origen, es posible encontrar a ese país que poco a poco se sacude del modo transición para mostrar su descontento. Frente a los triunfadores de las finanzas, los deportes y la farándula local que desfila por los shows nocturnos y los matinales de la televisión, aparecen otros personajes, otras preocupaciones.
Es el periodismo el que advierte que la cárcel de menores en Puente Alto se puede transformar en un semillero de monstruos como El Tila; el que evidencia las deudas que el Estado todavía sostiene con los niños, niñas y adolescentes bajo su tutela; y es Raquel Correa le que pide explicaciones al líder de la Iglesia –el cardenal Francisco Javier Errázuriz– por los primeros casos de pedofilia que representó el cura Tato. El lema “la alegría ya viene” parece perder sustento con investigaciones sobre el lucro de la educación chilena en la ahora extinta revista Siete+7 o el desencanto con la Concertación y sus casos de corrupción.
Por esa época también estalló el Caso Spiniak y la supuesta participación de políticos en una exclusiva y sórdida red de pederastas que, en un gimnasio del barrio alto, hacían fiestas sexuales con niños y niñas que vivían en la calle. Todos los medios tras la noticia, tras cada detalle y testimonio; tras el golpe. Lo de las fiestas y abusos era lamentablemente cierto, pero no lo de los políticos. Fue quizá la primera fake news de la que dejan constancia estos libros que recogen el mejor periodismo chileno. “Es todo mentira. Todo, todo, todo”, le confesó la supuesta testigo clave del caso, Gemita Bueno, a Mauricio Donoso de La Tercera, después de que el periodista la rondara durante días en 2005.
Ese mismo año, el programa “Contacto” (Canal 13) rastreó y dio con el paradero del prófugo jerarca de Colonia Dignidad antes que las policías, siendo uno de los grandes golpes periodísticos de las últimas dos décadas.
Las cada vez más aceitadas herramientas del periodismo de investigación permiten conseguir datos nacionales e internacionales que el poder político y económico quiere mantener ocultos. Analizarlos, contrastarlos, entenderlos y traducir información legal, científica y técnica para que la población la conozca; un poder que sólo crecería de la mano de las armas multimedia. Desde entonces, los cuadros, los mapas interactivos y el uso de las imágenes para la comprensión gráfica de las problemáticas del país, facilitarían el acercamiento del público a nuevas formas de contar los hechos.
Todo aquello se fortaleció más con la aparición de medios nativos digitales como Ciper en 2007. Mediante fuentes indignadas que saben de corrupción y malos manejos de fondos públicos, el periodismo confronta a los poderosos a la vez que desnuda irregularidades en servicios tan esenciales como el Registro Civil, de la mano de reporteras como Francisca Skoknic que, décadas después y sin que ella pudiera imaginarlo en esa época, se convertiría en una robota que explicaría la contingencia junto a dos colegas mediante aplicaciones como Facebook Messenger o Telegram.
Para 2010 -el año del terremoto, el tsunami y los 33 mineros de Atacama- ya existían YouTube, Instagram y Twitter, y ni la iglesia se salvaba de ser interpelada por el buen periodismo. En el programa “Informe Especial”, los testimonios de James Hamilton, Juan Carlos Cruz y José Andrés Murillo dan cuenta por primera vez de que las víctimas de abuso sexual no sólo están en los barrios vulnerables sino también en la clase privilegiada, y que los abusos podían ser cometidos en total impunidad por guías espirituales tan “intachables” como el párroco de El Bosque, el sacerdote Fernando Karadima, líder de una cofradía fundada en el abuso psicológico y sexual y sostenida en el secretismo y el encubrimiento de sus propios pecados.
Era la punta del iceberg de una serie de denuncias silenciadas por las propias autoridades de la Iglesia que consignó este oficio en más de una ocasión, y que terminarían con el Papa Francisco pidiéndole disculpas a las víctimas ocho años después y reestructurando por completo a la Iglesia chilena.
En los años siguientes, el periodismo seguiría revelando y consignando las historias que han marcado el camino del país y que en muchos casos han sido motor de cambios. Como cuando Qué Pasa develó los cuestionados negocios del hijo y la nuera de la Presidenta Bachelet; o cuando diversas investigaciones de Ciper demostraron los puntos de fuga de platas desde universidades que endeudaban a sus alumnos y alumnas para llenar los bolsillos de sus controladores; o la cobertura que tantos medios hicieron para seguir la ruta de las platas negras que financiaron por años la política; los millonarios desfalcos en Carabineros y el Ejército; los negocios ocultos en paraísos fiscales del Presidente Piñera y su familia; y un largo etcétera que no cabe en detalle en este texto.
Habrá consenso en que la lista de ganadores y finalistas que ha tenido el premio cada año desde 2003 se ha vuelto, a lo menos, una hoja de ruta para seguir los temas y personajes que jalonaron la realidad chilena en lo que va del siglo XXI. Las preocupaciones de la población como el “Me too” chileno, los negocios turbios y la llegada de las mafias de la droga están en su mayoría entre lo destacado por el PPE, y hacen ver al periodismo como “la historia del presente”.
Hay grandes textos, reportajes audiovisuales y especiales digitales protagonizados por ladrones de corbata y de uniforme, pícaros de engaños novedosos y antiguos, mentirosos de derecha, de izquierda y de centro. También se revela la situación de los marginados y oprimidos en crónicas y reportajes: historias terribles de maltrato, de infancias desamparadas y vejez en soledad que cada cierto tiempo nos recuerdan nuestras deudas como sociedad. Si en la primera década abundan investigaciones de violaciones a derechos humanos en dictadura, en la segunda aparecen con fuerza los femicidios y abusos a mujeres y minorías sexuales, y la xenofobia contra inmigrantes y pueblos originarios.
Las catástrofes como los terremotos, derrumbes y desastres ambientales que sacuden cada tanto a Chile, también se escriben o se han llevado a la pantalla en clave documental o por capítulos. A pesar de que a estas alturas ya han surgido algunas productoras que ofrecen material online o vía streaming, en Chile los productos audiovisuales de relevancia siguen siendo producidos por los canales abiertos, especialmente por TVN, Mega, Chilevisión, CNN Chile y Canal 13, los cuales han buscado las maneras de mantener cautivas a sus audiencias.
No es fácil innovar en tiempos en que la crisis financiera que arrastran los medios de comunicación desde hace más de una década sólo se intensifica. Pero se logra, y la creación de nuevas categorías traslucen la perseverancia del oficio en el PPE.
Si en 2010 dimos un paso ambicioso incorporando la categoría Audiovisual, luego, en 2016, se hizo necesario crear la categoría Digital, donde han coexistido productos de medios tradicionales que, en busca de atractivas formas de contar, apuestan por contenidos multimedia. Allí están algunos viejos conocidos, como La Tercera y las radios Cooperativa y Biobío, además de nuevos medios como 24horas.cl, El Desconcierto, el verificador de noticias Fast Check o LaBot y La Neta, con sus boletines levantados desde el corazón de la fracasada Convención Constitucional que ahora son parte de la memoria histórica.
En el marco de esta categoría, irrumpió también el género del podcast. Se han destacado en su formato más narrativo medios especializados como Relato Nacional y Las Raras, y otros que complementan los contenidos de diarios. El surgimiento de nuevos medios digitales, con menos presupuesto pero más independencia que los gigantes, hoy inciden en el discurso mediático, mientras otros persisten en su sensibilidad de contar las vidas, dramas y sueños de los “que sobran”, como los ancianos humillados por un sistema que los explotó mientras tenían fuerzas, como los niños del Sename, como los inmigrantes desesperados.
En efecto, la influencia y repercusión de los trabajos que hemos premiado a lo largo de nuestra historia como PPE ha sido poderoso. Hoy, las redes sociales, que por lo general difunden opiniones infundadas, memes que refuerzan prejuicios y estupideces nada inocentes, también se han convertido en propagadores de muchos de los trabajos que aportan pruebas y análisis relevantes para conocer la verdad, entender el accionar de los abusadores y el sufrimiento de los débiles.
Junto con eso, hay cosas que cambiaron para peor en estos 20 años y que nos invitan a reflexionar. Como la forma en que poco a poco la crisis económica de los medios está hundiendo la forma de financiar el periodismo que requiere tiempo, inversión y viajes; la salida de reporteros y contadores de historias que abandonaron la escritura para pasar a otras plataformas donde su estilo y mirada no son tenidos en cuenta, o como los que directamente migraron a la comunicación institucional y corporativa, porque los sueldos son mucho mayores, mientras los que quedan, navegan como pueden: haciendo más trabajo pero dedicándole menos tiempo a mirar la cara oculta de los acontecimientos.
Muchos medios -sobre todo las revistas que cuentan en profundidad lo que el periodismo rápido hace quedándose en la cáscara- derechamente cerraron en estos 20 años. Hay menos editores y correctores de estilo para orientar, mejorar y pulir las piezas. Y, dicho de otra manera, la tiranía de los clicks ha hecho que lo impactante le gane a lo relevante, reduciendo los espacios para explicar las complejidades de un mundo cada vez más caótico y vertiginoso.
Las historias que valen la pena, que todavía nos llegan al premio (aunque en menor cantidad) se olvidan rápidamente en un universo mediático y virtual de urgencias y falta de concentración. Pero es justamente en ese problema de que haya cada vez menos trabajos periodísticos que vencen la dictadura del tiempo, lo que hace más importante y necesario a este premio, porque rescata de lo perecedero los productos que deben permanecer en la memoria colectiva.
En ese desafío hermoso que además releva la información como un derecho, hay valores que permanecen inamovibles desde comienzos de siglo y que tienen relación con la importancia del trabajo honesto, continuado y cuidadoso en una casa con paredes de vidrio. En pocas actividades hay tanto escrutinio público como en el periodismo. Los medios y cada editora o reportero deben justificar su lugar y su prestigio a diario en la creación de obras que se someten a la mirada social y a las que los aludidos pueden responder.
Desde 2003, los trabajos seleccionados y premiados muestran una continuada labor silenciosa, de horas y esfuerzos diarios y nocturnos, para que lo que otros no dijeron ni mostraron sea dicho y visto, y aparezca sin errores ni fisuras. En condiciones cada vez más difíciles, los grandes productos periodísticos nos revelan a todos que se puede y se transforman en espejo de momentos históricos. Son, de alguna forma, un sello de calidad, rigor y ética en tiempos en que crece el discurso del “todo vale” y del éxito económico como único valor.