Premio Periodismo de Excelencia

Ivonne Toro:

“Vale la pena contar historias de vulneración porque le pones rostro a algo que afecta a muchas personas”

La suya es una de las mejores plumas del país. Partió en la radio Chilena pero luego publicó en medios escritos como La Nación Domingo, La Tercera, The Clinic, Ciper y El Mostrador. Siempre versátil, Ivonne Toro es de las periodistas que puede cubrir política o corrupción con la rigurosidad del reporteo duro, pero al mismo tiempo reconstruir historias humanas con precisión narrativa, como si fueran películas. Aquí habla de la vigencia de tres trabajos con los que ganó en 2014, 2018 y 2019 distintas categorías del PPE Escrito: “No es país para viejos: El pacto suicida de Jorge y Elsa”, “El sueño inconcluso de Machuca” y “El estallido vital de Geraldine”.

Por Camilo Roa

Fue en 2010, mientras trabajaba como periodista en La Tercera, cuando descubrió el poder de la crónica. Por primera vez Ivonne Toro, que hasta entonces cubría mayoritariamente política, se metía en una historia distinta, de largo aliento. “Nunca había hecho una crónica y fue como: ‘guau’, me gusta. Era sobre los 33 mineros que quedaron atrapados en la mina San José. Cuando todavía no se sabía si estaban vivos o muertos, me tocó contar sobre el nerviosismo que estaba instalado en La Moneda y lo que estaba pasando paralelamente allá con los familiares. Fue uno de los trabajos que más me gustado hacer”, dice.

No trabajó sola. Junto a Carlos Vergara, que es un reportero que estaba en el lugar de los hechos (el yacimiento donde ocurrió el derrumbe quedaba a 30 kilómetros al noroeste de la ciudad de Copiapó), sumaron fuerzas para reportear y escribir. La historia se llamó ““Un país en shock: los capítulos de la segunda tragedia del Bicentenario” y fue finalista en el PPE ese año. “Era una historia muy bien contada porque contenía poder, crónica y terreno. Me gustó esa mezcla entre una historia humana y lo que es la política global”, agrega.

Ese gusto de Ivonne Toro por las historias reales sólo se profundizó con el tiempo. En los años siguientes llegó a ganar diversas categorías del PPE Escrito, con los textos “El sueño inconcluso de Machuca” (The Clinic, 2014), “No es país para viejos: el pacto suicida de Jorge y Elsa” (La Tercera, 2018) y “El estallido vital de Geraldine” (La Tercera, 2019). A ellos se suman otros seis trabajos con los que la periodista ha sido finalista en el PPE.

A pesar de que hoy no es posible leerla en medios porque ejerce el periodismo corporativo en una empresa, cuenta que está investigando para un libro que debería salir este año, y que además hace clases en la UDP. Para Ivonne Toro, “las crónicas tienen un material de investigación importante detrás, logran tener vigencia y ese eco llega hasta hoy”.

—Mirando en perspectiva su carrera, ¿qué historias son las que la movilizan?

—En los temas que en general me gustan existe vulneración de derechos y desprotección por parte del Estado y/o de los privados. Cuando un privado vulnera un derecho, el Estado debe estar ahí para ponerle freno, es tu garante. Y si no lo hace y hay gente que no tiene nada más que el Estado para sostenerse, estamos ante una situación de indefensión absoluta. Creo que vale la pena contar esas historias de vulneración porque le pones rostro a algo que afecta a muchas personas. De esa manera, logras mostrar y humanizar una problemática, al mismo tiempo que generas que alguien pueda leerlo y diga: “esto también me puede pasar a mí”.

—La vulneración de derechos pero sobre todo el abandono, es el denominador común de otros tres trabajos reconocidos con el PPE. Los reportajes “No es país para viejos: el pacto suicida de Jorge y Elsa” y “El sueño inconcluso de Machuca”, de cierta forma, dialogan entre sí.

—Claro, el de Machuca fue súper impactante porque era un chico que debía estar en la universidad ejerciendo su derecho a la educación pero que termina muerto. Como ese derecho fue interrumpido por temas administrativos de la universidad que determinaron que no hubiese clases, estos chicos idearon una manera de seguir educándose de forma autónoma en una casona (abandonada). Además, él encarnaba el sueño de ingresar a la universidad de una familia muy vulnerable. Era de la población San Gregorio, su papá era obrero y la mamá costurera. Yo los fui a entrevistar con mi hija pequeña, había pasado muy poco tiempo de su muerte, y aunque estaban recién en el periodo de duelo, querían contar esta historia que alguien de la ARCIS me sopló. Me dijeron que murió un estudiante, y era grave porque no estaba en clases, no porque estuviera faltando o porque no quisiera ir, sino porque no podían darle clases. Contar esa historia permitía reflejar la crisis de educación y ponía sobre la mesa el siguiente reclamo: ¿cómo regulas que las instituciones que prometen que te van a entregar educación realmente lo hagan? Y ¿qué puede pasar con alguien que no estaba recibiendo la educación que le prometieron y busca otra alternativa que termina en fatalidad? La universidad no cumplió con lo que ofrecía y hubo un accidente. Tú puedes decir, no es culpa de la universidad, pero ese accidente ocurre en un horario de clases y el chico debería haber estado en el aula.

—¿Y qué recuerda del reporteo que realizó para “No es país para viejos”, la crónica donde narra las razones que llevaron a dos personas mayores a suicidarse?

—Para contar la historia de Jorge y Elsa tuve que correr para tratar de abordar todas las aristas. Quería mostrar que no se trataba de un suicidio, que se trataba de algo más profundo que tenía que ver con el abandono a la tercera edad, con pensiones que no alcanzaban y con la soledad. El enfermero que los trataba me recalcaba que no estaban en la miseria, pero sí abandonados porque no hay redes de apoyo para las personas mayores. La falta de una política pública vinculada con la vejez  que se haga cargo de todos los problemas globales que conlleva, como lo es la salud mental, es un elemento muy importante.

“A través de la historia de Geraldine logras entender por qué protestaba. Ella concentraba una serie de injusticias del sistema en su propia vida. Era una menor de edad en una situación de vulnerabilidad absoluta a la que el Estado le falló previamente en la protección de sus derechos, y que posteriormente vuelve a vulnerar en la protesta, cuando la fuerza del Estado hace que una lacrimógena le hunda la cabeza y la deje en coma y al borde de la muerte. Es una situación muy dramática que había que contarla”, dice sobre su reportaje “El estallido vital de Geraldine”, publicado en Ciper.

 

—Logró acercarse al padre de Geraldine, la chica que recibió una bomba lacrimógena en su cabeza durante las protestas del estallido social, en un momento en que él textualmente dice que está siendo “acosado por abogados y periodistas”. ¿Cómo lo convenció de que hablara?

—Fui otra “acosadora”, pero una acosadora “más saludable”. Me pasa que el periodismo tiende a ser invasivo, ahora mismo estoy tratando de ubicar a alguien para una entrevista y le he estado mandando mensajes a Instagram a la amiga. Es parte de la profesión, aunque también tiendes a tener límites y hay ciertos códigos que sabes que no puedes traspasar: le tocas la puerta, pero hasta ahí llegas. En este caso, lo que hice con el padre de Geraldine, fue mandarle múltiples mensajes con harta gente, pedirle primero que me conociera, y después preguntarle si quería que habláramos. Finalmente accedió, pero también es un trabajo de convencimiento, decirle cuál es mi trabajo, por qué lo hago, cómo lo hago y qué quiero contar. En ese caso en particular, lo que hay es una vulneración de derechos de una menor de edad por parte de las fuerzas públicas del Estado que tiene consecuencias gravísimas, y en un momento en que las policías estaban desatadas. Geraldine aún está en tratamiento. Lo primero que se vulneró con ella es el derecho a la protesta, porque tú tienes derecho a salir a la calle y sabes que hay riesgos: que te pueden detener, que te puede llegar agua del guanaco, o incluso algo en una pierna. Pero que te disparen una lacrimógena a la altura de la cabeza con el riesgo que eso implica, y que quedes en el estado en que quedó Geraldine, como también le pasó a Fabiola Campillai, es un descriterio absoluto. No es legítimo uso de la fuerza, no es racional ni proporcional, y ahí también había que ver por qué teníamos ese nivel de violencia hacia los manifestantes. A través de la historia de Geraldine logras entender por qué protestaba a sus 15 años. Ella tenía una historia que concentraba una serie de injusticias del sistema en su propia vida. Era una menor de edad en una situación de vulnerabilidad absoluta a la que el Estado le falló previamente en la protección de sus derechos, y que posteriormente vuelve a vulnerar en la protesta, cuando la fuerza del Estado hace que una lacrimógena le hunda la cabeza y la deje en coma y al borde de la muerte. Es una situación muy dramática que había que contarla.

—¿Cómo ha avanzado judicialmente ese caso?

—A diferencia de lo que pasó con Fabiola Campillai, donde se identificó a quién lo hizo, y había grabaciones de audios, la Brigada de DD.HH. de la PDI intentó levantar toda la información posible, pero tengo entendido que no ha avanzado más allá, porque en muchos casos de derechos humanos no hay forma de probar la responsabilidad concreta. Aún así, los organismos internacionales que supieron de estas circunstancias ejercieron un mayor control respecto de lo que se hacía, y hay una reacción política: ven que algo se está haciendo mal y que hay que moderarse en el uso de la fuerza.

—¿Cómo está Geraldine hoy?

—En rehabilitación. He hablado con su papá, se le va a entregar una pensión, etcétera. Pero el trauma que sufre alguien de su edad es irreparable. No creo que sea suficiente, ella es muy chiquitita.

—Sus reporteos tienen una carga emocional muy potente, ¿cómo lo hace para sobrellevarla?

—Yo creo que los que más me afectaron fueron los casos del estallido social. Cuando hice el de Jorge y Elsa me golpeó, pero a la semana siguiente estaba cubriendo otra cosa, entonces emocionalmente volvías a cierta estabilidad. En el caso del estallido social era algo interminable. Me acuerdo de que en La Tercera sacamos la primera entrevista que dio el hermano de Gustavo Gatica, que fue en la Posta Central, en la Unidad de Trauma Ocular. Pensé que con su caso se había traspasado un límite y que no podía haber nuevos casos más terribles, pero no se acababa. Después, en CIPER, “Fabiola Campillai nos dio la primera entrevista donde habla (del ataque de Carabineros que la priva de varios de sus sentidos); luego pasó lo de Geraldine, y posteriormente vino lo del obrero (“Héctor Gana quedó con hundimiento craneal, pérdida parcial de visión y un mes en coma producto del disparo de una lacrimógena), entonces no podía desengancharme, estaba todo el día pensando en lo mismo, y ahí sí me golpeó fuerte.

“Yo creo que los reporteos que más me afectaron fueron los casos del estallido social. Cuando hice el de Jorge y Elsa me golpeó, pero a la semana siguiente estaba cubriendo otra cosa, entonces, emocionalmente volvías a cierta estabilidad. En el caso del estallido social, (…) pensé que con el caso de Gustavo Gatica se había traspasado un límite y no podía haber nuevos casos más terribles, pero no se acababa. (…) No podía desengancharme, estaba todo el día pensando en lo mismo, y ahí sí me golpeó fuerte”.

—¿Considera que estas historias que han sido premiadas tienen aún vigencia?

—Creo que las crónicas permiten una sobrevivencia que los textos de noticias netamente informativas no permiten. El texto diario donde dices que Juanito se reunió con Pedrito, se dijeron tal cosa y con una cuña, en general muere el mismo año. Las crónicas permiten que tú puedas leerlas años después y puedas entender el contexto político en el que se realizaron. Pasa también cuando lees textos más antiguos, y logras ver cuáles eran los prejuicios o la forma en que se veía la sociedad a sí misma. En ese sentido, envejecen mucho mejor y pueden ser consultadas en distintas ocasiones. Por ejemplo, me pasa que cuando vuelvo a leer el texto ““El narco sin cabeza” (The Clinic, 2006) de Pablo Vergara: me da lo mismo cuando ocurrió porque la historia es muy buena y potente. Lo mismo cuando lees “La mansión de Lo Curro de Pinochet”, (Cauce, 1984) de Mónica González que fue hace casi 40 años, pero que vuelve a engancharte con el tema. Las crónicas tienen un material de investigación importante detrás, logran tener vigencia, y ese eco llega hasta hoy.

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