Premio Periodismo de Excelencia

Juan Cristóbal Peña:

“Hay una mirada y una urgencia que me lleva a acusar y denunciar”

Periodista y escritor, en ese orden. Juan Cristóbal Peña (53) se ha destacado por publicar historias sobre la dictadura y el dictador, los grupos subversivos que le hicieron frente, vulneraciones a los derechos humanos y otros que en tres ocasiones lo han hecho ganador del PPE Escrito. Como cuando contó, en varias entregas y en coautoría con el actual director de Ciper, Pedro Ramírez, la historia secreta tras el secuestro de Cristián Edwards, o como cuando entró en el caso Víctor Jara a través de su hija Amanda, de quien habla en profundidad en esta conversación.

Por Karla Fernández R.

Participar en el debate público. Eso es lo que deseaba Juan Cristóbal Peña cuando eligió estudiar periodismo en un Chile que, tras el plebiscito de 1988, retornaba a la democracia malherido y secuelado por la dictadura. Reivindicar los derechos humanos que habían sido cruelmente avasallados por agentes del Estado se convirtieron rápidamente en el foco de sus pesquisas reporteriles, aun cuando comenzó escribiendo de música y espectáculo.

Además de ser periodista de la UDP y actual director del Magíster en Escritura Narrativa de la Universidad Alberto Hurtado, Juan Cristóbal Peña es escritor.  “Jóvenes pistoleros” (2019), “La secreta vida literaria de Augusto Pinochet” (2013) y “Los fusileros” (2007), son algunas de sus obras más emblemáticas. Le interesan las víctimas pero también retratar las visiones de los victimarios. En ese sentido, su perfil sobre el jefe de la DINA, Manuel Contreras, incluido en el libro “Los malos” (2015),  editado por Leila Guerriero, logra retratar con maestría la cabeza y la fragilidad de quien terminó siendo condenado a cadena perpetua por múltiples secuestros, encarcelamientos, desapariciones, torturas y asesinatos de adherentes a la Unidad Popular.

A Peña le interesa entrar en materias que podrían ser consideradas marginales o postergadas. Gracias a esa convicción fue que logró ser ganador del PPE Escrito en 2004, 2008 y 2009, con trabajos como “Víctor Jara: La sangre de un poeta” publicada por Rolling Stone; “Registro Civil: Graves irregularidades en millonaria licitación”, que investigó para Ciper junto a Mónica González y Francisca Skoknic; y la serie “La historia secreta del secuestro de Cristián Edwards”, que realizó para el mismo medio en coautoría con su actual director, Pedro Ramírez. Además, en 2011, fue finalista con la crónica que escribió para El Semanal de La Tercera bajo el título “Amores de cárcel”, la cual retrató las relaciones amorosas entre reclusos.

En los últimos años, y a partir del estallido social de 2019, ha escrito distintos artículos y participó en una investigación que llevó a cabo con el equipo de LaBot Documenta. “Escribí sobre víctimas de violencia policial y militar en ese contexto, y también sobre las maneras en que ha predominado la impunidad”, dice.

—Considerando que ejerció el periodismo en tiempos en que Pinochet seguía como senador vitalicio y los tentáculos de la dictadura seguían enquistados en la sociedad, ¿qué tipo de secretos logró sacar a la luz?

—Creo que a comienzos de los ’90, algunos hechos protagonizados por guerrilleros eran vistos por ellos, con cierta ética, con cierto romanticismo. Con el paso del tiempo, en cambio, se gestó una mirada más crítica sobre esas historias y se reconocieron errores y horrores también, como fueron los ajustes de cuentas. Al menos existía una mayor apertura para hablarlo. En esos años no reporteaba en ese ámbito, pero igualmente pienso en secretos que salieron a la luz: la negligencia del Ejército en el contexto de procesos judiciales, y también en lo sumamente difícil que era para los periodistas: había operaciones en contra de ellos y de políticos por parte de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), les hacían seguimiento y espionaje.

—Una de las primeras historias de derechos humanos que sí reporteó fue el texto ganador del PPE, “Víctor Jara: la sangre de un poeta”, donde logra hacer hablar a Amanda, su hija. ¿Cómo fue el proceso de comunicarse con ella, considerando que no daba entrevistas?

—Efectivamente, ella, que era su única hija biológica, no había dado entrevistas. Nunca fue una persona que tuviera una participación pública o que se involucrara en debates sobre la dictadura, menos si el tema de esos debates era su padre. Ella rehuía y esquivaba hacerse cargo de su legado político y musical. Creo que esto se debía, principalmente, a que ella no se sentía cómoda tomando el papel de vocera porque, en parte, su madre Joan Jara cumplía esa función y había tomado la bandera de lucha desde su papel de viuda. La hija, en cambio, no quería vivir a la sombra de eso. Por esta razón, parte del propósito de la entrevista era indagar qué ocurría con ella y explorar en su memoria, rescatar cuáles eran los recuerdos con su padre y por qué tomaba distancia ante esta historia familiar. Cómo veía este Víctor Jara que era un emblema para muchos, pero que para ella era su padre, y no una chapita, mural o estampado de polera.

“A comienzos de los ’90, algunos hechos protagonizados por guerrilleros eran vistos por ellos, con cierta ética, cierto romanticismo. Con el paso del tiempo, en cambio, se gestó una mirada más crítica sobre esas historias y se reconocieron errores y horrores”.

—¿Cómo llegó a Amanda?

—Llegué a través de terceros que yo conocía y la conocían a ella. Una de las cosas que hice, y luego repetí como un método, fue tener los primeros encuentros con ella sin grabadora y sin libreta de apuntes. Estuve todo un día en su casa, en Quintay, y solo al final de la visita, tomé apuntes a partir de lo que recordaba. Luego, en un par de sesiones posteriores, grabé y repasé algunos temas, pero me parecía importante establecer un nexo de confianza primero y en un nivel distinto al periodístico. Recuerdo que me propuso que fuéramos a caminar y a pasear con sus perros. Entendí que debía tener una conversación abierta, donde registrara mentalmente el contenido de esa conversación.

—Durante el estallido social de 2019, la imagen de Víctor Jara se reivindicó. ¿Qué le parece que su figura siga siendo una bandera de lucha?

—Bueno, el reportaje termina justamente con Amanda Jara diciendo algo que es muy significativo todavía: que quienes mataron a Víctor Jara le hicieron un favor a la causa, lo convirtieron en una figura inmortal. En ese sentido, su padre se convirtió en una figura de referencia, a la cual se le vio con otros ojos. No sólo era uno de los cantautores chilenos más importantes, sino que es un símbolo político. Representa lo incorruptible, la lucha, la dignidad y también el intento por no olvidar que hubo desde 1973 en adelante, aún cuando se retornó a la democracia. Al ser asesinado los días posteriores al Golpe, su imagen queda impoluta, es el mártir que representa lo más puro de la experiencia del artista comprometido.

“Es preocupante lo que ocurre hoy en día, la impunidad y el estancamiento de los procesos judiciales y la investigación a cargo del Ministerio Público [para con los heridos oculares del estallido social]. Más aún con lo que ocurrió en el Plebiscito. Hay una suerte de reivindicación de un sector a esa violencia política de agentes del Estado hacia la población”.

—¿Como las víctimas de heridas oculares o Camilo Catrillanca en La Araucanía?

—No, en absoluto. Básicamente porque Víctor Jara es una víctima de la dictadura, pero porque además es un cantautor que tiene una importancia fundamental para la música chilena, cosa que no ocurre con ninguna víctima en el contexto del estallido social. En segundo término, son circunstancias políticas y sociales muy distintas. El crimen de Víctor Jara se da en días posteriores al Golpe de Estado, y el estallido social se da en un contexto de democracia.

—Considerando que es un suceso reciente, ¿de qué manera ha abordado a las víctimas que surgen con el estallido social?

—Creo que en ese tema hay una mirada y una urgencia que me lleva a acusar y denunciar lo que está ocurriendo. Es preocupante lo que ocurre hoy en día, la impunidad y el estancamiento de los procesos judiciales y la investigación a cargo del Ministerio Público. Más aún con lo que ocurrió en el Plebiscito. Hay una suerte de reivindicación de un sector a esa violencia política de agentes del Estado –Carabineros preferentemente– hacia la población. Es lo más preocupante de este discurso, que suele atacar y deshabilitar las denuncias de violencia, procurando sembrar la impunidad en estos procesos. 

—¿Cree que esta resistencia persiste? Porque primero gana el Apruebo y posterior a eso el Rechazo.

—Sin duda, lo que ha ocurrido en función al resultado significó no solo echar abajo una Constitución, sino que levantar una agenda conservadora, una agenda negacionista y donde simbólicamente está en juego el evaluar un proceso político que comenzó el 2019. 

—¿Qué valor tiene para usted que la Rolling Stone haya publicado la historia de Víctor Jara?

—Era una revista importante, considerando que Chile se caracterizó en la época de los ’90 por ser pobre en plataformas y medios de comunicación. En ese momento, se publicaba paralelamente en Chile y Argentina. Si bien acá fue en portada y allá no, la revista apostó en ese momento por llevar este tema desplegado con todas sus complejidades, me dio el tiempo para reportearlo, escribirlo y tener un cuidado en los datos de la investigación.

—¿Es más factible publicar sobre derechos humanos en medios internacionales que en los chilenos?

—Creo que no. Pero sin duda la mayoría de los medios grandes que tienen más estructura y publicidad en Chile tienen una tendencia editorial y política que no tiene particular interés y simpatía por indagar en estos temas.

“La mayoría de los medios grandes que tienen más estructura y publicidad en Chile, tienen una tendencia editorial y política que no tiene particular interés y simpatía por indagar en estos temas (dd.hh.)”.

—En 2011 fue finalista con una serie de historias de amor entre hombres y mujeres privadas de libertad en la cárcel de Arica, ¿podría contar acerca de ese proceso?

—Ese trabajo en la cárcel de Arica me gustó mucho. Es uno de los pocos centros donde los edificios de mujeres y hombres están enfrentados. No tienen contacto físico permanente, pero sí visual, y desde un edificio a otro se escribían cartas –le llamaban el chat–. Haciendo letras al aire con botellas plásticas luminosas, que en algunos casos eran botellas de cloro, se escribían de un lado a otro, se conocían y establecían relaciones de pareja. Luego de seis meses, podían acceder a tener contacto físico con gente que jamás se había visto la cara, como ocurre en redes sociales hoy.

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